jueves, 15 de octubre de 2009

Ni tanto ni tan poco

Los puertorriqueños somos exagerados. La relación que tenemos con el País suele oscilar entre los extremos amor-odio. O todo se ve color de rosa –si es puertorriqueño tiene que ser bueno, parece ser la consigna- ..., o se piensa que esto no sirve para nada.

Esa última actitud (que a veces ni siquiera se reconoce como contraria a la primera), se expresa frecuentemente: “tenía que ser de aquí”; “aquí no se puede”; “ese otro (el que sea) sí que es un país civilizado”. Existe una cierta incredulidad respecto a las bondades reales de algún logro o de alguna hazaña: “triunfó por amiguismo” o “le regalaron el premio” o “claro, tuvo éxito por ser hijo (o hija) de tal y tal”.

Ambas actitudes extremas desechan –de entrada- la proporción, la gradación de bondades (o maldades), el término medio. Ambas, además, conducen invariablemente a la inercia. Si todo es perfecto, no hay nada más que hacer; si todo está perdido, no vale la pena tratar de hacer nada. ¿Será acaso una vía de escape para justificar la inmovilidad, que tan bien casa con la tendencia nacional a la vagancia? Ciertamente existe el temor a comprometerse a fondo con la situación del País, al nivel posible para cada uno.

En un caso nos dormimos sobre laureles mayormente imaginarios. Inhábiles para ver la realidad, nos protegemos de sus exigencias y de sus retos, acomodados en lo que proyectamos como el mejor de los mundos. En el otro, aflora un autodesprecio marcado. No vale la pena que nos dediquemos a tan poca e insignificante cosa que, además, no tiene redención. Hay que mirar hacia otras latitudes –o alzar vuelo hacia ellas- para escapar.

Ambas actitudes parten de un profundo sentido de inseguridad respecto al lugar que ocupa Puerto Rico en el mundo y son fruto de la costumbre inveterada de estarlo comparando. Si la comparación, como sucede frecuentemente, es con el Norte, salimos perdiendo siempre. Nadie parece darse cuenta de la enorme desproporción que hay entre el país más rico y avanzado de la Tierra (aunque los Estados Unidos están perdiendo rápidamente ese sitial, siguen rigiendo los destinos del mundo) y una isla pequeña del Caribe que hasta el otro día fue uno de los países más pobres del hemisferio. Son chinas y botellas.

Y si, como también es frecuente, miramos –triunfalmente en este caso- hacia los lados y hacia el Sur, partimos de un equívoco. De los países vecinos del Caribe y de los de Latinoamérica sabemos poco y lo poco que sabemos suele provenir de noticias sensacionalistas que destacan carencias y deficiencias. Poco se dice de sus logros y esfuerzos, de los problemas que han enfrentado y del camino que han recorrido. Entonces nos pavoneamos -como el cuervo de la fábula, con plumas ajenas- regodeándonos en nuestras “riquezas”, nuestros “adelantos”, nuestra “superioridad”, nuestra “sofisticación”.

Todo es relativo en la vida, sin embargo. Todo es, además, cambiante. Hay épocas de depresión y carencia colectivas; hay épocas de trabajo intenso y otras de bonanza. La vida de la colectividad -como la individual- es un proceso que no cesa. Y es con ese proceso con el que tenemos que comprometernos para que, si lleva una curva ascendente, se afiance en ella y, de lo contrario, se corrija el curso.

Nuestra realidad -la de Puerto Rico- es básicamente pequeña y pobre, pero también prometedora. Requiere, para alcanzar sus plenas potencialidades, que todos pongan de su parte, grandes y pequeños, ricos y pobres, poderosos y débiles, sabios y no sabios. El País se hace día a día, esfuerzo a esfuerzo, con sacrificios grandes o pequeños, como se hace también la persona, como se hace la familia. Y se construye llamando a las cosas por su nombre: corrupción, mal gobierno, extorsión, negligencia, incuria, ignorancia. No tapándolas con eufemismos altisonantes: maximización de ganancias, distribución irregular de fondos, procedimientos sancionados por la costumbre, aceleración de procesos. Menos aún se construye un país con demagogias que prometen lo que no se puede cumplir o doran píldoras difíciles de tragar.

Tampoco se hace escurriendo el bulto, sino dándole pecho a la tarea ingente. Cada uno, dentro de su esfera de acción, puede encararse a los retos: honestidad de hecho y de palabra, trabajo comprometido y entusiasta hacia un fin, cuidado de los recursos -propios o ajenos-, visión clara de las posibilidades y limitaciones del entorno y movimiento constante dentro de ese radio de acción. Hablemos de llegar a metas alcanzables y luego veremos cómo superarlas.

No somos -Dios lo sabe- la última Coca Cola del desierto. Pero tampoco somos un erial adonde no se consigue ni un traguito de ésta o del aún preciado maví, que sería más adecuado. Ni tanto ni tan poco, sino todo lo contrario.


Carmen Dolores Hernández, 22-Sept.-2007
Tomado de: http://www.elnuevodia.com/diario/columna/284293

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